sábado, 5 de septiembre de 2009

El alfarero

El horno de barro, ligeramente encendido, alzaba su sombra sobre la mesa de madera. Allí, entre moldes maltrechos por el uso agobiante, reposaban las figuras inacabadas, imperfectas aún. El taller mantenía, como cada mañana, un tono solemne.
La puerta cedió ante sus manos. Caminó. Exploró nuevamente la negrura apenas iluminada por el fulgor de las llamas, y observó con ternura paternal las pequeñas esculturas. Sabía que no disponía de tiempo suficiente, la materia se revelaba constantemente frente a sus manos. Aún así, estaba seguro de su inminente éxito.
Se acercó hacia la barra de herramientas inspeccionando una a la vez. Vaciló. Tomó una al fin. Frunció levemente el ceño y la dejó en su lugar. Se tornó a examinar las figuras y eligió una segunda con gran convicción. La mañana continuaba inundando la sala mientras el calor del horno aumentaba. El viento estaba ausente y sin embargo por su frente aún no corría una sola gota de sudor. La ansiedad había desaparecido hacía días.
Tras acercar la silla tomó suavemente la primera estatuilla. La observó detenidamente con una mueca grotesca en su rostro normalmente impasible y, mientras murmuraba las mismas palabras, se dio a la ardua tarea. Moldeaba incansablemente, cada vez con mayor decisión. Las herramientas bailaban entre sus dedos, ahora un brazo, ahora el otro, en cuestión de minutos la faena estaba a punto de ser terminada. Sus dedos ágiles y certeros agudizaban un tanto el pómulo, afinaban las cejas y disminuían el tamaño de los ojos. Sabía que las cabezas serían el trabajo más arduo y aún así el más gratificante y necesario. No había moldes para ellas, dependían exclusivamente de su genio creador.
Miraba por la ventana conjeturando detenidamente con su vista al cielo. Las figuras a su lado comenzaban a secarse con la leve brisa de la intemperie. Puestas en fila, todas de rodillas, alzaban sus brazos al cielo. Aferró la tabla con la tenaza y se dirigió al horno. El calor quizás fue lo que lo hizo percatarse del error. Se detuvo, suspiró aliviado y abandonó la tabla nuevamente en la mesa. Acarició la herramienta con melancolía antes de volverla a tomar. El encargo llegaba a su fin y la nostalgia ya se había apoderado de él.
Con sumo cuidado rellenó la abertura de sus bocas con la arcilla restante y se dio a la minuciosa tarea de cubrir los ojos sin dejar resquicio alguno. Aprovechó para disminuir aún más las orejas, dejando obviamente una leve abertura. Las introdujo al fin en el horno donde permanecerían un largo tiempo. Con pasos lentos caminó hacia la parte de atrás, tomó la cuerda expectante y la sacudió enérgico. El tronar de las campanadas nunca cesó.
Aún hoy se pueden ver, de rodillas sobre el estante, junto a la sotana manchada de arcilla y las herramientas cubiertas de polvo. Perfectamente moldeadas, han comenzado a mostrar profundas grietas.

No hay comentarios: