Siempre se ha dicho que los animales perciben a los fantasmas. Yo no creía mucho en ello, pero la evidencia práctica ha terminado por convencerme.
No hace mucho tuve un perro. En mi afán de superioridad decidí llamarlo Bobby, guiado quizás por esa creencia errónea de que los perros son más Bobbys que los humanos. El animal se acostumbró rápidamente a mi forma de vivir. Sólo pedía comida y cariño, y a cambio me daba compañía, amistad y fidelidad. Nunca desobedeció adrede una orden mía. Si en algo no me hizo caso fue culpa a su inocencia y a su incapacidad de comunicarse con palabras, que los humanos solemos confundir con la única forma de comunicarse. A él sólo le interesaba la comida, el sexo, que yo le negaba tirándole fuertemente de su correa, y la fidelidad al grupo, y eso para mí era suficiente para considerarlo un ser inferior. Sin embargo a veces tal hipótesis se caía a pedazos cuando notaba que el pobre Bobby tenía un contacto con la naturaleza que la racionalidad implica perder y que en algunas ocasiones cuánto valdría recuperar.
Prefiero elidir escenas innecesarias acerca de su sufrimiento y partida para evitar dolor al escribir estas palabras, pero lo cierto es que Bobby ha muerto. Y con muerto acierto a decir que un día su cuerpo no tuvo más libre albedrío, ni movimiento, ni signo alguno de vida.
Con todo eso, él no quiso abandonarme totalmente. Todavía oigo su caminar nervioso. He sentido de noche su respirar acelerado. Vecinos me han avisado que durante mis largas ausencias su llanto aún les molesta. Ellos me creen un animal, que no tiene piedad por su propia mascota. Prefiero que crean eso a que piensen que soy un loco por decirles que lo que oyen no es más que un animal que ya está muerto. Si bien erran en lo segundo, aciertan en lo primero.
En mi soledad percibo ahora sorprendido la etérea presencia de quién me han enseñado que carece de espíritu para convertirse en fantasma.
Fernando Carranza
No hace mucho tuve un perro. En mi afán de superioridad decidí llamarlo Bobby, guiado quizás por esa creencia errónea de que los perros son más Bobbys que los humanos. El animal se acostumbró rápidamente a mi forma de vivir. Sólo pedía comida y cariño, y a cambio me daba compañía, amistad y fidelidad. Nunca desobedeció adrede una orden mía. Si en algo no me hizo caso fue culpa a su inocencia y a su incapacidad de comunicarse con palabras, que los humanos solemos confundir con la única forma de comunicarse. A él sólo le interesaba la comida, el sexo, que yo le negaba tirándole fuertemente de su correa, y la fidelidad al grupo, y eso para mí era suficiente para considerarlo un ser inferior. Sin embargo a veces tal hipótesis se caía a pedazos cuando notaba que el pobre Bobby tenía un contacto con la naturaleza que la racionalidad implica perder y que en algunas ocasiones cuánto valdría recuperar.
Prefiero elidir escenas innecesarias acerca de su sufrimiento y partida para evitar dolor al escribir estas palabras, pero lo cierto es que Bobby ha muerto. Y con muerto acierto a decir que un día su cuerpo no tuvo más libre albedrío, ni movimiento, ni signo alguno de vida.
Con todo eso, él no quiso abandonarme totalmente. Todavía oigo su caminar nervioso. He sentido de noche su respirar acelerado. Vecinos me han avisado que durante mis largas ausencias su llanto aún les molesta. Ellos me creen un animal, que no tiene piedad por su propia mascota. Prefiero que crean eso a que piensen que soy un loco por decirles que lo que oyen no es más que un animal que ya está muerto. Si bien erran en lo segundo, aciertan en lo primero.
En mi soledad percibo ahora sorprendido la etérea presencia de quién me han enseñado que carece de espíritu para convertirse en fantasma.
Fernando Carranza
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