martes, 9 de diciembre de 2008

Corcho (o sobre la deriva de la materia)

La lengua hace malabares para decir las cosas más simples y su problema es que se muestra cuando esconde y esconde cuando se muestra. Podría decirse que murmura, acrobacias nada espectaculares, o exactamente especulares. Donde hay uno hay dos y donde hay dos no hay ninguno. Entre toda esa serie de murmuraciones que se amontonan y enmarañan, se crea una textura difusa, como de espagueti con boloñesa, mucha salsa y mucha pasta, y mucha mantequilla en esa pasta. Describo para alguien ó sobre alguien sumergido en esa licuefacción roja y pegajosa, escurridiza, como quien desde abajo levanta la manecilla desesperada, como que ese alguien tiene en los ojos, trocitos de carne y juguito grasoso, grasiento. ¿Ese alguien protagoniza su propia serie de televisión? Si todos hablan al mismo tiempo, y recién se escucha alguna voz, es tan sólo la de una calle cerrada, finita, limitada, predecible. El lenguaje tiene un problema y es que se acomoda, lánguido, en respuestas automatrónicamente esperadas. Se organiza placidamente en cubículos arropados que permiten despertar en el sueño que corresponde. Sueño aterradoramente nítido.

El problema del lenguaje es que constantemente se contradice, pelea contra si mismo, intenta delimitarse ante un desbordamiento masivo que culminaría en 120 mil ahogados y quizás tres o cuatro perros extraviados. Todo un drama nacional. El pequeño que quizás se llame Tito o Fluffy, debería de haber festejado sus quince años en el rancho del abuelo la semana pasada, pero ahora va a ser imposible y el lechoncito va a tener que ser devuelto a su corral. Un compulsivo día más para atender a sus necesidades básicas tendrá el buen Corky, que no vió ni cuchillo ni Fluffly ni Tito ni hoy ni hace una semana. Y Corky quizás embarra su deforme nariz de vuelta en el maíz oscuro porque es incapaz de comunicar las sensaciones más extravagantes, pero para él las más sinceras de sus vísceras ponzoñosas. Se hunde hasta el fondo, Corky, porque se le ha forzado a transitar en un mundo de paja y cabras saltarinas, un mundo de cabras bizcas, y cuneiformes, de montones de heno que se apilan en formas, geométricas, que hacen un feroz ruido cada vez que uno les da la espalda y al volver y mirar extraviadas, las cabras o los Corkys las encuentran ahí, estatus quo, límpido engranaje majestuoso y terrible.

Ahora, triste final con la orquesta de Mondragón

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