Si acaso hubiera un algo que oscureciera más que yo las entrañas de mi mismo, le construiría un árbol centrífugo. Uno que arrasara con todas las nubosidades paquidérmicas que, mounstrosas como son, me aplastan y ensombrecen cada pestañear que mi condición física me obliga a emular.
Este árbol tendría que superar el torcimiento natural de todo árbol. Podría sin embargo ramificarse al infinito y dar hogar a ínfimas aves invertebradas de plumaje cosmogónico, que con cada aleteo tornaran las aguas remolinos inmensos, tersos y azules.
Podría subsistir cualquier hombre de sus frutos siempre maduros, de su néctar que cae siempre en forma de elixir, sempiternamente.
Pero resulta que no existe ese algo, que constantemente mi ser es Uróboros y que ésta atragantada circularidad se devoraría el árbol entero, completo con aves y todo, con ramas y muescas y raíz y esperanza y todo.
Resulta que al final soy bastante iluso, que mi construcción de una línea que atraviese todo punto sin flexionarse en algún momento es tan solo la consecuencia enferma de algunos cuantos años de sentirse univoco, definido, individual, teleológico. Mentira más grande que la del telón que cae, que hace salir a los actores y que hace que los aplausos sean un reflejo de la adecuada representación, soy yo.
Viene a verse que uno se muerde los pies pensando que muerde y remuerde al otro (figura imponente, impresionante, con O mayúscula), sin pensar que su Mayúscula nos absorbe, que oscurece nuestras entrañas. Si acaso hubiera un algo…
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