jueves, 25 de septiembre de 2008

El Colectivo

Los días no son todos iguales ni aún cuando se está subyugado a la más asfixiante de las rutinas. Cada día que pasa bajo semejante régimen es peor o mejor que el anterior, pero nunca igual. Cuando se hacen cosas durante toda la semana hay distintos tipos de días. El lunes es un día triste, pero uno no quiere darse cuenta. El fin de semana hace que se renueven un poco los temas de conversación. El martes uno ya está compenetrado con su tarea y no se pone a pensar tanto que podría estar haciendo otra cosa. El miércoles uno empieza a pensar todo el día en que al llegar a su casa podrá tirarse a dormir a recuperar el sueño perdido. El jueves es el peor día. Es cuando uno está más cansado, porque ya lleva cuatro días de esfuerzos, pero todavía se siente lejos del final. Esa sensación de que uno está perdiendo su tiempo de vida en vano suele ser frecuente. El viernes en cambio, la alegría del último día y la esperanza de una posterior salida con amigos y con cervezas que nos hagan olvidar quiénes somos para poder el lunes siguiente empezar la farsa de vuelta con ganas opacan cualquier cansancio. Esta secuencia se repite una y otra vez, hasta que uno se cansa de lo ficticio de nuestra sociedad y exponiendo nuestros verdaderos sentimientos, nos damos cuenta que ya nada es lo mismo y que son pocos o ninguno los que nos entienden realmente. Devorado por una rutinosa semana de trabajos pendientes, fue que un jueves me pasó lo siguiente.
Aguardé al colectivo como siempre con la esperanza de que durara poco la espera y mucho el viaje. Ese número que se acerca y que corresponde al que a uno lo lleva a dónde quiere -no sea cuestión de tomarse el colectivo equivocado y terminar en un punto más lejano aún de aquel al que se quería llegar- no tardó mucho en venir. Al subirme tuve la necesidad como siempre de corroborar el número del boleto con el número del colectivo al que me había subido. La coincidencia evitó que me asustara; aparentemente me había subido al coche indicado. Haber tomado todos los recaudos posibles me hizo sentir tranquilo y seguro. Siempre me gusta hacer eso. Sabré en tal caso que si algún día me va mal no será por mi culpa. Mi mente previsora de todas las consecuencias no me tomará jamás por sorpresa. Si algo sale mal, mejor poder culpar a los otros.
Como siempre, el colectivo estaba lleno, pero dadas las habilidades que mi experiencia me dio para ubicarme en el lugar justo, no pasaron muchas paradas hasta que una persona que se bajaba me cediera el asiento. La relajación de ya no tener que cargar con el peso de mi cuerpo y de mis pertenencias sobre mis pies como es costumbre en los transportes públicos abarrotados, y la violencia con que el colectivo me meció de un lado a otro como si yo fuera un bebé en su cuna hizo que sin darme cuenta me durmiera.
Cuando desperté, no reconocí dónde estaba. Me bajé apurado del colectivo antes de ocurrírseme preguntarle al chofer cuánto me había pasado. Una vez en la calle decidí ir hasta una esquina para ver el nombre de la calle y buscarla en la guía T que nunca olvidaba llevar conmigo. La búsqueda resultó no obstante inútil. La calle por la que estaba no figuraba en mi libro. Caminé una cuadra más y repetí la operación con iguales resultados. Saqué mi celular para llamar a mi jefe y explicarle que me había pasado y que no tenía ni idea de dónde estaba, que me disculpe, que vería qué hacer para llegar, si ya no en horario, por lo menos lo antes posible. La señal del aparato sin embargo estaba en cero. A pesar de que lo moviera por sobre mi cabeza hacia todos lados, ésta no levantaba ni una línea. Sería imposible por lo tanto que llamara o recibiera llamadas. Opté entonces por preguntar a algún peatón. Cuando le hablé al primero que pasó, éste siguió de largo moviendo su dedo índice en forma de péndulo invertido y señalando con el índice de su otra mano su oreja. “Qué mala suerte, venir a preguntarle justo a un sordo”, pensé. Sin embargo la cuestión no cambió mucho con el siguiente caminante. “Discúlpeme, ¿le puedo hacer una pregunta?” Como respuesta recibí una jerga completamente extraña, un idioma que no logro identificar y que jamás había oído antes. El problema fue que eso me siguió ocurriendo con todos los demás. Probé con comerciantes, policías, peatones, conductores de moto estacionados. En todos los casos se dio la misma ininteligibilidad, la misma incompresibilidad. Ni yo reconozco palabra alguna de las que me dicen, ni nadie da muestras de reconocer aquello que yo les digo.
El problema se perpetúa hasta el presente. Todavía estoy buscando alguien que hable mi mismo idioma, pero no he encontrado quien pueda guiarme en lo absoluto. Pensé haber encontrado una persona, pero después de intercambiar algunas palabras en las que creíamos entendernos, su discurso continuó con la misma ininteligibilidad que el de todos los demás.
¿Podré en algún momento encontrar la forma de hallar alguien a quien pueda entender y que logre guiarme? El colectivo que me trajo jamás volvió a pasar. Aunque sea me gustaría que algún día, ya sin importarme qué día de la semana fuera, vos también te subas y te extravíes conmigo. Entonces ya no me importará estar perdido. En la perplejidad de mi extranjería al menos sabré que podré contar a mi lado con alguien que me entienda.

3 comentarios:

COLECTIVO TEXTUAL dijo...

Muy bueno fer. Me gusta mucho la manera del corte. Es decir como viene introduciendonos en la realidad de las cosas, en la rutina (aunque anticipando un poco) y luego estamos dentro de lo que pareceria ser una ficción. Es interesante este juego porque al final nos damos cuenta que no se trata de una ficción sino de un estado mental o sentimental del personaje. Y este estado a su vez refleja la sociedad entera de algun modo.
La idea de poder escapar, de ir hacia algun lugar otro, que desvela a tantos. Pero está esta cuestión de perderse sólo. De encontrarse aislado más allá del espacio, incomunicado. Y entonces aparece el deseo de encontrar alguien con quien extraviarse. Alguien que nos de refugio. Me gustó mucho el final.
Estuvo bien también el episodio del boleto y esa busqueda de certeza. Por más recaudos que tome el extravío es inevitable.

No es un gran analisis pero bueno, es lo que hay.

Pablo

COLECTIVO TEXTUAL dijo...

Me gusta este texto porque pone, en cierta forma, al descubierto, la extranjería a la que nos sustraen los ciclos de rutinas.
La primera parte alude a las consideraciones que el narrador hace acerca del valor de cada uno de los días de la semana en ralación con los siguientes. Un valor relativo, siempre cambiante y condicionado, por más que se lo quiera categorizar. Luego de este intengo de categorización es que se produce el hecho fantástico del colectivo, que corrobora que no todos los días son iguales. Esta premisa es llevada al extremo en lo que sigue del texto. El lugar dónde se halla el progonista se torna amenazante por la falta de referencias que lo ubiquen y guien de algún modo. Me gusta el juego que se establece entre la minuciosidad de las precauciones y su posterior y repetida nulidad. El protagonista se sume en la soledad y ya no anhela volver a su lugar de origen, sino tan solo tener a alguien con quién compartir su desconcierto. En todo caso, gana la desesperanza. Del extravío en la rutina ciclica y monótona a la absoluta extranjería que nos impide siquiera comunicarnos con nuestros semejantes y nos deja aislados muy a pesar nuestro. Un buen texto Fer.
M.

COLECTIVO TEXTUAL dijo...

me gusta como esta a flor de piel esa individualidad asquerosa que a veces nos aisla o nos hgace sentir aisaldos de los demas, una muy buena opcion sería aprender, aprender para poder hanlar no solo con nosotros mismos.
F.V.