domingo, 14 de septiembre de 2008

La Rosa

Hace muchísimo tiempo atrás, vivía un hombre a quien el dardo del amor se le había clavado ahí donde se clavan las adicciones. A pesar de que buscara, nada había a su alcance que deseara más que un sí de parte de la depositaria de sus sentimientos. De ella tenía expectativas cambiantes. A veces sentía que tendría alguna vez la suerte de probar la dulzura de sus labios y el calor de sus manos, y a veces sentía que moriría tan solo como había nacido.
Sabía que si quería desambigüar su futuro tendría que confesarse ante ella. Sabía que la segunda palabra es más fácil que la primera, pero víctima de aquella maldita regla que indica que no se llega al dos sin pasar primero por el uno, su timidez lo convenció a hacer hablar a un objeto y a un papel, antes que a un interlocutor como él, que seguramente echaría todo a perder. Escribió y rescribió por eso hasta el cansancio una carta de confesión, y una vez que la leyó y releyó y se convenció de que no le era posible mejorarla más sin recurrir a otra persona, compró un ramo de rosas que la acompañaran y tras dejar todo eso delante de la puerta correspondiente tocó el timbre y desapareció.
Ella levantó carta y rosas y volvió a ocultarse riendo al cobijo de sus paredes. Leída la carta y olidas las rosas permaneció unos instantes pensativa. Quiso entonces la espina de una rosa penetrar su fina piel y al cabo de un día (no olvidemos que esto aconteció hace ya muchísimo tiempo) ese accidente tan tonto había causado que su corriente sanguínea arrastrara con tétanos sus últimos latidos de vida.
La rosa asesina no tardó en marchitarse, pero él nunca se animó a ofrecer ninguna otra flor a la tumba de su amada. Escondida detrás de esa carta echada pronto al olvido, su culpa sólo fue capaz de homenajear su partida con lágrimas.

3 comentarios:

COLECTIVO TEXTUAL dijo...

Me parece interesante pensar este texto en terminos de oralidad/escritura, y las respectivas funciones que se le pueda atribuir a cada una de las instancias.
El argumento achaca a la timidez del protagonista la imposibilidad de declarar su amor a traves de la palabra hablada. La instacia de la oralidad está signada por la imposibilidad de consumar el deseo, por la persistencia de la carencia del objeto anhelado. Donde la palabra hablada no tiene eficacia entra en juego la palabra escrita, pero no cualquiera de sus manifestaciones, porque aca, creo yo, estamos en presencia de un uso ficcional de la palabra: el protaginista va a ordenar su discurso de modo tal que obtenga a partir de él el objeto deseado. En su confesión está cifrada la confianza decimonónica puesta en el poder de la letra para cambiar un estado de cosas dado. La función de la escritura es operar directamente sobre la realidad, y transformarla.
Sin embargo, el ramo de rosas funciona como una sobredeterminación del deseo que acaba por obturarse en su persistencia. Un accidente cualquiera puede cambiar el decurso de los acontecimientos y devolverle el estatuto que le correspondía a esa palabra escrita, y del cual llegamos a dudar, su lugar es la ficción y como tal, hoy día, tiene escaso poder. El sujeto queda abandonado a su soledad, apabullado por la ineficacia de cualquier intento de comunicación y de cambio. La confesión es arrojada al olvido y sólo hallan su lugar la culpa y las lágrimas.
M.

COLECTIVO TEXTUAL dijo...

Técnicamente todo bárbaro, pero me parece que le falta sangre, sangre de amor, caliente, que te deja vibrando cuando la ves, lo leo como sin ese impulso, como todo muy romántico de libro, pero es una apreciación mas personal quizás.
F.V.

COLECTIVO TEXTUAL dijo...

Estoy totalmente de acuerdo con ambos comentarios. No me gustó mucho el texto aunque si la idea.

Pablito

p.d.: el primer comentario me parece brillante, muy de verdadero crítico literario